La naturaleza de los partidos políticos

Una de las principales dificultades que afecta el debate público en torno a la Ley de Partidos Políticos en el país, es que aún no existe un consenso acerca de la naturaleza de estas organizaciones. No se trata de una exigencia meramente teórica, sino que constituye una verdadera necesidad institucional, puesto que podría contribuir a delimitar apropiadamente cuáles aspectos pueden –o deben− ser regulados por ley y cuáles deben ser confiados a la autorregulación partidaria.

Los criterios que suelen asumirse en el debate público para definir la naturaleza de los partidos políticos parten de dos apreciaciones epistémicas que no logran captar individualmente cuáles son las características distintivas de estas organizaciones, y dan lugar a conclusiones (antitéticas o diametralmente opuestas) que resultan inadecuadas para determinar qué debe normar la ley (es decir, cuáles aspectos no puede ignorar) y qué no puede regular el Congreso (esto es, cuáles asuntos deben estar exentos de injerencias normativas externas a la organización partidaria).

La primera aproximación, que podría calificarse como “privatista”, parte de una lectura unilateral de las cláusulas constitucionales que rigen la libertad de asociación, es decir, desintegrada de los mandatos constitucionales que definen la finalidad específica de los partidos políticos. De ello deriva la afirmación de que los partidos son instituciones de naturaleza privada, y, por lo tanto, se considera que el poder regulatorio del Congreso debe ser acotado a parámetros restringidos como el que corresponde a las asociaciones privadas.

El segundo acercamiento, que podría denominarse como “publicista”, parte de una lectura que sobredimensiona los fines que la Constitución asigna a los partidos, sin prestar suficiente atención a la incidencia que ha de ejercer la libertad de asociación en la gestión de la vida intrapartidaria. A partir de ello, se concluye que éstos son instituciones de naturaleza pública, y, en consecuencia, que el Congreso se haya investido de una amplia capacidad reguladora de la actividad partidos análoga a la propia de los órganos estatales.

Una tercera lectura, que podría considerarse como “híbrida”, se ha abierto camino en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. Para éste, los partidos son “instituciones públicas no estatales de base asociativa” (Sentencia TC/0531/15), es decir, una especie de organización intermedia entre una asociación privada y un órgano público. Este criterio parece coincidir con el adoptado en la jurisprudencia constitucional alemana, que califica a los partidos “no como un órgano del Estado (por no ser parte del Estado, sino de la sociedad civil), sino como un órgano constitucional que opera como vínculo entre los ciudadanos y el Estado” (Matthias Herdegen).

Se puede afirmar entonces que los partidos políticos constituyen una categoría especial de asociación y están investidos de un estatus privilegiado que les distingue de otras asociaciones, pero que también le separa de los órganos estatales. Esta peculiar naturaleza impone la necesidad de apelar a una dogmática propia para definir los principios medulares que han de regir sus actuaciones. No es posible, por tanto, realizar la transliteración a secas de los principios que delimitan las actuaciones de los órganos estatales, ni de los que sustentan las prerrogativas de las asociaciones privadas.

Asumir que los partidos son una institución de naturaleza híbrida, a mitad de camino entre el estatus de los órganos estatales y las asociaciones privadas, permite inferir que la regulación legal debe establecer criterios adecuados para que cumplan la función mediadora que la Constitución les confía en el Estado social y democrático de derecho (desde el pluralismo político hasta democracia interna), al tiempo que les ha de garantizar un margen apropiado de libertad para la autorregulación estatutaria.

El riesgo de sobredimensionar la relevancia pública de los partidos políticos, como advierte Mattias Herdegen, es que se podría terminar “evaporando la línea delimitadora entre el Estado y la sociedad”. No menor es el riesgo de sobreestimar el aspecto privado, ya que podría disociar la actividad partidaria de los fines constitucionales que los particularizan frente al resto de las asociaciones. Los partidos políticos ejercen una función mediadora entre el Estado y la sociedad que no puede comprenderse sin una adecuada interacción entre lo público y lo privado.

Una interpretación constitucionalmente adecuada de la naturaleza de los partidos políticos no puede ser otra que la ya establecida por el Tribunal Constitucional, no solo por la fuerza imperativa de sus precedentes, sino también porque se funda en una lectura armónica de las disposiciones constitucionales que rigen la formación y las funciones de los partidos. Esta debe ser, por lo tanto, el punto de partida y el punto de encuentro del debate público acerca de qué debe y qué no puede ser regulado en la Ley de Partidos Políticos.

Nota: Por considerarlo de interés, y con la anuencia del autor, reproducimos este trabajo publicado originalmente ayer 30 de julio de 2018, en las páginas del periódico Diario Libre.

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