“EL CENTAVO” un cuento corto de Manuel del Cabral que retrata la avaricia de forma espectacular. Disfrútenlo

Manuel del Cabral:

Poeta dominicano y universal.

 Manuel del Cabral Tavares es el más universal de los poetas dominicanos. Nació el Santiago de los Caballeros el 7 de marzo de 1907.  Procedía de una familia vinculada a la historia dominicana desde la fundación de la República.  Basta citar al General José María Cabral y Báez, prócer de la guerra independentista contra Haití y de la Restauración frente a España, quien llegó a ocupar la Presidencia de la República.  Su padre, Don Mario Fermín Cabral, fue un hábil político de tiempos de Trujillo que llegó a ser Presidente del Senado de la República y propuso, en un mitin celebrado en Santiago el 12 de junio de 1935, el cambio de nombre de la ciudad Primada por el de Ciudad Trujillo, aprobándose -esta antipatriótica solicitud- el 11 de enero de 1936, siendo Presidente títere de la República el Licenciado Jacinto B. Peynado.

Del Cabral, por el contrario, no tomó los intrincados caminos de las armas ni de la política, prefirió (siendo fiel a su destino) transitar la quieta senda de las musas e internarse en los frondosos bosques de la poesía.

Viajó tanto por Estados Unidos de Norteamérica, como por toda Hispanoamérica. Cultivó con éxito la prosa y el verso.  Su poesía es transparente, sencilla e iconoclasta y su temática casi inconmensurable: poesía social, comprometida, temas mundanos y sexuales, amor, odio, hambre, opresión, etéreos, metafísicos, inefables, entre otros. Así como textos infantiles.

De su producción en prosa, incluido en el libro: “Cuentos cortos con pantalones largos”, les presentamos, para que disfruten:

El Centavo.

Sequía, el avaro, no perdió dos minutos en dirigirse a su casa para guardar el último centavo que le cobró sin escrúpulos a uno de sus pobres inquilinos.

El usurero era frío. Su silencio era cruel. Su casa solo tenía un ruido: el oro de Sequía. Y una muda biografía: aquel centavo…

Pero Sequía inquietose… Iba a ver el centavo diariamente. Y una mañana se despertó sorprendido: encontró que la moneda tenía el doble de su tamaño. Poco tiempo después, el centavo ya no cabía en las manos, ni en la caja de hierro de su dueño.

Pero, ¿a quién comunicarle un hecho tan útil, tan valioso? Su dueño pensaba que aquello podría ser su gran mina de hierro.

Sin embargo, fue inútil el silencio de Sequía. El centavo, en un rápido y extraño crecimiento, cubría ya la habitación de su amo, amenazando rajar y derrumbar las paredes de la casa.

Desesperado, Sequía hace astillas su silencio y, como un agua sin cauce, sale su grito en busca de caminos… La calle hecha ojos, rodea al avaro; rodea su casa. En tanto, el centavo, en una desenfrenada hinchazón, derriba el caserón y, de súbito, invade el pueblo.

Más los picapedreros, las dinamitas… todo ha resultado inútil; pues donde al centavo se le quita un pedazo, crece inmediatamente renovando lo perdido. La gente huye hacia el campo.

Se vuelven de metal calles y plazas. No queda hondonada, ni agujero, ni llanura. El centavo por minutos crece más y más. Ahora, su gran masa de cobre se desplaza hacia los fugitivos; por momentos, da la sensación de que aquella fuerza sin límites es un instinto, un impulso premeditado y dirigido, porque el centavo es un huracán de hierro, sin piedad…

Hombres y bestias huyen a las montañas. Y el mundo comienza a morir bajo aquella extraña mole.

Vegetación y agua han desaparecido.

De pronto, la poca humanidad que quedaba en tierra alta ve a Sequía andando sobre la gran moneda.

Y con las lágrimas que caían de la gente que estaba en las montañas, Sequía, el avaro, se quitaba la sed…

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